jueves, 11 de agosto de 2011

Carajillo de verano


“Todos necesitamos un poco de Sur…
para poder ver el Norte”.
Así nos martillea el subconsciente la cancioncica promocional de una marca de ese áureo líquido que refresca nuestros garganchones luego de la preceptiva paliza bicicletera estival. Quizá a Alberto “Mochuelo” se le antojó cual canto de sirena cuando decidió invertir sus vacaciones veraniegas en los límites más meridionales de la península. No soportaba la idea de separarse de su querida bicicleta durante tanto tiempo y decidió que ésta fuera parte indispensable del equipaje. Ajeno a la tentadora opción playera, se decantó por la no menos sugerente de disfrutar con su bici por desconocidas rutas. Sorprendiose de la hostilidad orográfica de las carreteras interiores, pero su afán explorador podía más que el incómodo dolor de piernas. Así, devorando kilómetros, subiendo cuestas y bajándolas también, arribó a las inmediaciones de una edificación que le resultó familiar. Algo en su interior le impulsaba a desear descansar en alguna de sus dependencias que en contra de lo que pudiera parecer, no las imaginaba inhóspitas. Por alguna extraña razón, sentía que ese era su lugar, su destino. Podía percibir todavía los no muy lejanos ecos de los micrófonos, los destellos de los flashes fotográficos, el tumulto de periodistas, unos más que otros, por captar la noticia gráfica o sonora de algún ilustre invitado que había habitado allí meses atrás. Buscó, nostálgico, con la mirada, intentando columbrar entre las enrejadas ventanas, a “Cachuli” o a su otrora amada, la Pantoja, sin éxito. Un soplo del cálido viento procedente del Sáhara le sustrajo de estos pensamientos que le mantenían absorto y decidió que era hora de enfilar su manillar en dirección a Alhaurín de la Torre, camino de un reparador vermut a orillas del mar.



Le habían advertido de que era duro.
Muy duro. Alguno, incluso, lo comparaba con el gran coloso francés. Motivo por el cual, había recurrido al piñón de veinticinco dientes que sólo antes había usado en el Tourmalet. Le habían hablado de las terribles rampas que jalonaban los interminables veintitrés kilómetros de ascensión desde Tortosa. No dejaba de pensar en la dificultad de la empresa en la que se había embarcado, merced a una invitación, mientras limpiaba con mimo cada diente de cada corona, pretendiendo obtener un estéril brillo que denotase una limpieza que desterrase cualquier escusa sobre el fluido engranaje de la cadena de su bicicleta al hacerla funcionar. Intentaba en vano, una y otra vez, apartar de su mente las rampas del doce, trece, catorce e, incluso, quince por ciento de desnivel que imaginaba a tenor de las descripciones que le habían facilitado los que iban a ser sus compañeros de fatigas en tamaño reto ciclista. Absorto en todos estos pensamientos, no reparó en que sus dedos temblaban por el miedo que se estaba apoderando de él, hasta que un escalofrío recorrió su espalda y le devolvió a la realidad. Se prometió no maldecir el momento en que aceptó la invitación de Luis García Landa para subir juntos a Mont Caro. El gigante tarraconense que domina la desembocadura y el Delta del Ebro. Hizo acopio de valor intentando sobreponerse a sus temores. Se miró al espejo y se dijo en voz alta: “Eres Rubén “Carajillín” y eres capaz de subir el Mont Caro y de mucho menos”. Inhaló una profunda bocanada de aire que hinchó su pecho y, con renovado ímpetu, se supo presto para acometer las duras rampas que le esperaban, sabedor de que una vez arriba, desde su enorme boca repleta de dientes emergería a los cuatro vientos mediterráneos su célebre grito de guerra: “¡Iba bien, eh!”.